Quinquis: un vistazo rápido a las barriadas españolas de los 80
Publicado por Nacho Carretero en EL PAIS
Soy un tío molante, soy un menda canelo, aunque alguna vez me echen el guante y me lleven pal talego… Soy curriqui de barrio, soy amigo del obrero, soy enemigo del sistema y le pienso prender fuego… Les voy a robar su dinero, para comprar más gasolina y seguir prendiendo fuego.
La Banda Trapera del Río.
Es probable que María Luz Divina Peláez, madre soltera de veintitrés años y camarera por necesidad, no llegase a ver quién le disparaba a la cabeza. Es probable que ni siquiera llegase a oír gran cosa, simplemente una brusca irrupción en el bar, un momentáneo alboroto y después la nada. Cuenta Javier Valenzuela en la crónica de aquel asesinato —escrita el 14 de marzo de 1983— que Mari Luz estaba sirviendo una copa cuando cuatro jóvenes se precipitaron empapados en ansia y sudor dentro de la güisquería. Uno de ellos, Manuel Delgado, de veinte años y con las revoluciones vitales al ritmo marcado por los fármacos que había engullido, disparó su recortada dos veces nada más poner un pie en el bar. Una bala fue al techo, la otra entró en la frente de Mari Luz. «No sabía manejar armas y murió una chica a la que no conocía y tenía dos niños. Los dejé como yo, sin madre», contaría Manuel en la crónica. Manuel, como sus tres compinches de atraco, era un quinqui.
Asunto vital es responder a la cuestión de qué es (era) un quinqui. Etimológicamente viene de los quincalleros, un pueblo de comerciantes nómadas que se dedicaban a la compraventa de hierro en la península ibérica y tantas veces confundidos con los gitanos. Además de fama de problemáticos y con cierta tendencia a delinquir, los quincalleros, también conocidos como mercheros, tenían un argot propio tan amplio que casi conformaba un idioma. Mezclado con expresiones del caló gitano, la forma de hablar de los jóvenes mercheros trascendió por los bajos fondos de generación en generación hasta el presente: «molar», «fetén» o «najar» se las debemos a ellos, por poner solo tres ejemplos. Los quincalleros se denominaban a sí mismos quinquis. Tal vez por ello —he aquí una hipótesis— la palabra quinqui trascendió: de la mano de la emigración campo-ciudad de los quincalleros y de su llegada a los núcleos urbanos vino su asociación a la figura de jóvenes problemáticos, llegando al extremo de que quinqui, en los años setenta, pasó a tener un significado inequívoco: delincuente.
Hay matices. No todos los delincuentes de finales de los setenta y los ochenta eran quinquis. En primer lugar debía ser joven o, al menos, solía ser joven. El «quinquismo» era delincuencia juvenil e infantil pura: la media de edad bailaba entre los catorce y los quince años. La media. Había otros condimentos en la receta quinqui, casi todos ellos relacionados con la condición social: los quinquis eran los hijos de la desorganizada emigración campo-ciudad de los años cincuenta y sesenta, los niños de barriadas levantadas a golpe de populismo sin plaza en el cole, sin posibilidad de empleo y con la droga siempre en derredor. El cóctel dejó una barra libre de violencia callejera formada por grupos de narcotizados chavales que vivían a salto de mata, asaltando, robando y picándose los brazos. Lo paradójico es que semejante resultado llegó a gozar de enorme fuerza mediática, de fama y hasta de gloria. Una repercusión que perdura hasta nuestros días, en los que el quinqui se ha convertido en un icono cultural posmoderno. «Existe una fascinación contemporánea sobre estas figuras», explica Amanda Cuesta, comisaria de la exposición «Quinquis de los 80». Sí, la influencia en el imaginario urbano de aquellos chavales fue tal que llegaron a protagonizar una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). «Se han convertido en los protagonistas de una subcultura posmoderna», prosigue Amanda. «Internet está lleno de webs y referencias a estos delincuentes, a estos chavales y a aquella España marginal que los albergaba». O cómo pasar de violar a golpe de navaja a una chica en un callejón mugriento, a símbolo cultural.
Todo comenzó —como tantas veces— en los periódicos. La atención mediática que recibían mientras se inyectaban la vida era desmedida. Periódicos como El Caso o Ya dedicaban espectaculares —y sensacionalistas— portadas a estos calorrillos sin escrúpulos. El Vaquilla o el Jaro se convirtieron en símbolos, en ídolos de chabola. «Su fama trascendió del barrio, donde alcanzaron el nivel de leyenda y abrieron una senda a chavales sin futuro, que solo veían un camino: ser el nuevo Vaquilla. Salir en el periódico», explica Amanda.
El Lute fue el pionero, si acaso el más famoso. Eleuterio Sánchez Rodríguez, nacido en una chabola del barrio de Pizarrales, Salamanca, en 1942, era (es) merchero. O al menos descendiente directo de este pueblo. Sus hazañas delictivas coparon cientos de páginas de la prensa a finales de los años setenta hasta convertirlo en un icono de la juventud marginal. Era la respuesta al sistema, la huida desesperada hacia adelante al volante de coches robados. A partir de ahí el término quinqui se desvinculó definitivamente de los quincalleros y se acomodó para siempre en los niños delincuentes de barriada. Decenas de ellos comenzaron breves y explosivas carreras delictivas basadas en tirones de bolsos, puentes a Seats 850, violaciones a chavalitas y atracos a farmacias. El Jaro, el Vaquilla, el Nani,el Torete, el Pera, el Pacorro, el Ojillo, el Majara, el Pijo, el Pepsicolo, Kunfú, el Chungo, el Corneta, Fitipaldi, el Bocas, Mosque o el Porrete, este último un gitanillo de cinco años enganchado al Winston. Un halo de romanticismo rodeó sus narcóticas hazañas.
La fama saltó por encima de las portadas y alcanzó el cine. Solo entre 1978 y 1985 se produjeron treinta películas sobre delincuencia juvenil. Era la «iconización» en tiempo real: mientras en la calle preparaban un palo, en la pantalla del cine de al lado se recreaba la acción con heroicidad. Fueron grandes éxitos de taquilla. Deprisa, deprisa, de Carlos Saura, (1980); Navajeros, de Eloy de la Iglesia(1980); Yo, «el Vaquilla», de José Antonio de la Loma (1985) y protagonizada por el propio Vaquilla; Colegas (1982), también de Eloy de la Iglesia e interpretada por Antonio Flores, al fin y al cabo, otro quinqui; y la más famosa, Perros Callejeros (1977), de José Antonio de la Loma, la tercera película más taquillera —en términos relativos— de la historia en España.
La escena quinqui también tenía banda sonora. Por un lado el calorrismo de Tony el Gitano, Las Grecas, Los Chichos, Camarón, Lole y Manuel, Los Marismeños, La Marelu o Los Chunguitos, rumba callejera que inundaba gasolineras y se escuchaba en las barriadas a años luz del centro de la ciudad. Por otro, el punk antisistema vomitado por el posfranquismo, la poesía escrita con sierra mecánica de La Banda Trapera del Río, Eskorbuto, Leño o La Polla Records. Sus letras perduran en el tiempo e incluso la rumba callejera vive una suerte de resurrección llamada «neocalorrismo».
El problema de todo este entramado mediático y cultural fue que los quinquis alcanzaron un aura romántica, cierta ternura de bandoleros, de chavalada perdida y víctima de una sociedad que les olvidaba. La realidad era más cruda. «Ante todo, los quinquis eran delincuentes. Y delincuentes superviolentos», recuerda Amanda Cuesta. «Robaban, asaltaban, acuchillaban y disparaban». Sirva de ejemplo que en muchas bandas el ritual iniciático consistía en violaciones colectivas a una chica. «Las violaciones se sucedían, atacaban en grupos a chicas. Eran chavales sin escrúpulos». No eran mafiosos, ni eran criminales organizados. Eran yonquis sin futuro huyendo en frenética carrera a ningún lado, llevándose todo a su paso y creando una inseguridad ciudadana sin precedentes. El caldo de cultivo en el que nadaban era la España de los setenta y ochenta, recién (re)nacida, llena de lagunas y agujeros. La España de los quinquis.
San Blas, La Mina, Otxarkoaga. Bienvenidos a los guetos
Uno de los textos de Javier Valenzuela que recogen sus Crónicas quinquis (Libros del K. O.), cuenta cómo Luis Gimeno, un gitano de 14 años, palmea por bulerías en el capó de un coche sin ruedas una mañana de resaca de 1985. Está esperando a sus amigos para matar el tiempo. Luis es analfabeto, no va al colegio ni trabaja. Vive en el campamento de los yanquis, un poblado chabolista del sur de Madrid en el que no entra la policía. Solo lo hacen en grandes contingentes, cuando la situación lo requiere. El de los yanquis era solo uno de los cientos de poblados de chabolas que existían en las grandes ciudades españolas de los años setenta y ochenta y que, en muchos casos, siguen existiendo. Estos asentamientos fueron el resultado del atragantamiento que sufrieron las ciudades cuando intentaron beber el chorro de emigración rural veinte años atrás. Ante la avalancha, el régimen franquista decidió poner en marcha el Plan de Urgencia Social, destinado a absorber el mayor número de nuevos vecinos en el menor tiempo posible. Se trabajó rápido y mal, levantado casas de baja calidad, con planes urbanísticos chapuceros e infraestructuras deficientes. Nacieron los polígonos urbanos, aislados del resto de la ciudad. Miguel Fernández, arquitecto y experto en urbanismo ofrece un dato que lo explica todo: «El porcentaje de población rural y urbana en España en los años cincuenta era similar. En 1980, el 72 % de la población española ya estaba en las ciudades». Las consecuencias entraron sin llamar. «Enseguida estos barrios se convirtieron en focos de problemas, se generaron espacios inseguros, áreas urbanas de bajo control y difícil mantenimiento y con barrios mal conectados», añade Miguel. Habían nacido los territorios quinquis.
Madrid fue la ciudad con más barriadas de este tipo. Su crecimiento demográfico fue incontrolable: pasó de 1,8 millones de habitantes en 1950 a 4,7 en 1980. El sur de la ciudad albergó a la mayoría de recién llegados y la siguiente generación pagó las consecuencias. Alguno de estos nuevos polígonos quedaron vinculados a la violencia y otros aún se revuelven contra su sambenito: Vallecas, Usera, Orcasur, San Cristobal, Villaverde… Pero uno se llevaba la palma: San Blas. En este barrio del este de Madrid había 143.000 vecinos —con una media de edad de quince años— y unas 20.000 viviendas sociales en las que las familias inquilinas pagaban entre 98 y 400 pesetas de alquiler mensual. Según datos de 1984 de la Policía Municipal, en este barrio se daban, de media, tres asaltos al día, normalmente protagonizados por chavales de entre once y trece años. De cada 1000 vecinos que empezaban el colegio, terminaban 100. Cientos, miles de adolescentes estaban en la calle sin hacer nada. En una noticia de 1984 de El Caso, sobre un atraco a un comercio en el sector G de San Blas (tal vez el más peligroso en la época), José Ramón García, propietario de una tienda de comestibles, describe la situación del barrio: «Hay dos o tres pandillas de niños que nos tienen aterrorizados», explica. «Van por la calle y las plazas haciendo lo que quieren y van armados. La gente no se atreve a salir». La psicosis en San Blas llegó a ser tal que los comerciantes pidieron autorización a la Delegación del Gobierno para poder portar armas y usarlas si les atracaban. José María Rodríguez Colorado, entonces delegado del Gobierno en Madrid, respondió que no. «No puedo consentir que Madrid se convierta en el salvaje Oeste». Cuatro comerciantes ya habían muerto por disparos anfetamínicos en atracos aquel año. San Blas estaba en el este, pero tenía mucho de salvaje.
Ni el amontonamiento en los polígonos logró acoger a todos los recién estrenados urbanitas. En 1985 había en Madrid 35.000 chabolas, levantadas por los propios emigrantes rurales que ya no podían acceder a los pisos por el hecho de que no había: el Pozo del Tío Raimundo, Palomeras Bajas, Orcasitas, El Chorrillo, Tío Pío, Alto Arenal… Nombres que solo salían en los periódicos cuando corría la sangre. Salían, pues, bastante.
Barcelona y Bilbao también padecieron el «quinquismo». Cuentan que el barrio de Otxarkoaga nació después de que Franco viera las chabolas a las faldas del monte Banderas. El generalísimo, escandalizado, gritó: «¡Háganles casas como Dios manda!». Y Dios debió mandar hacer el barrio más conflictivo de cuantos recuerda Bilbao. En Barcelona la fama se la llevó La Mina, cuyas acciones vecinales contra la delincuencia que padecían en los ochenta son todavía famosas. Sin embargo los puntos realmente negros de la capital catalana estaban claramente localizados en los poblados de chabolas, como Vía Trajana, Campo de la Bota, Can Tunis o El Carmel.
Sin trabajo, sin plaza en el cole, sin familia. Con droga
A partir de estas barriadas, el contexto en el que crecieron los quinquis era como una sucesión de empujones hacia la delincuencia. He aquí un planeo veloz sobre los datos de Madrid un martes cualquiera de marzo de 1984: según la Jefatura Superior de Policía ese día tuvieron lugar sesenta atracos, fueron robados cincuenta coches y hubo seis atracos a bancos. España entró en crisis en 1974 y no salió hasta finales de los ochenta. «En realidad se parece a la situación actual —expresa Amanda Cuesta—, el problema es que antes no había una infraestructura de Estado como la que hay hoy en día». Efectivamente. En la España de 1983 había 2,2 millones de personas sin empleo y solo el 27 % tenía acceso al paro. El 60 % de los desempleados eran menores de veinticinco años que nunca habían trabajado. La mayoría de ellos no tenían preparación alguna: el 25 % de los chavales de catorce y quince años en 1979 no tenía acceso a la escolarización. Simplemente, no había plazas suficientes en los colegios. La edad laboral estaba en los dieciséis y la penal en los catorce. Para muchos, en la adolescencia, solo quedaba la calle que solía desembocar en Carabanchel o La Modelo. Más datos de la España quinqui, estos de los que golpean: según el Diario Ya, en 1983, el 35 % de los mendigos en Madrid tenían entre cuatro y quince años. Ese año, la Policía Municipal recogió de la calles a 6700 niños.
Diseñado el entorno faltaba el detonante. La heroína estrenó los ochenta convertida en pandemia. Solo Madrid contenía en 1983 unos 20.000 heroinómanos, de los que —de media— moría uno a la semana por sobredosis. La jeringuilla fue el remache a la traca de despropósitos sociales de aquellos años y que, en un macabro reduccionismo, explicaba casi el 100 % de los atracos en las barriadas. Drogarse y conseguir otro botín para proseguir con una narcótica carrera delictiva. Esa era la vida quinqui. Ese era el desenfreno que atemorizaba a los vecinos.
En esas aguas nadaba el Nani, quien con quince años planeó un etílico atraco con su pistola 9 mm de largo en Valencia, en 1980. Entró a un bar a primera hora de la tarde, con el sol castigando la ciudad y seis chupitos encima, y disparó no sabe por qué. Escapó de la policía entre ráfagas de balas y cuentan que acabó en las aguas del Turia por un ajuste de cuentas.
«Erotismo, libertad, rebeldía e inconformismos». Son los adjetivos que definían el mundo quinqui en la exposición que se celebró en su honor. Una carrera sin mirar atrás en busca de un bolso del que tirar para poder seguir corriendo. En realidad, eso era más o menos todo. Y no «molaba» nada.